jueves, 9 de febrero de 2012

Maldita ciudad.


Era un chiquillo cualquiera, jugaba al balompié, hacía trampas a los vecinos tocando timbres y corriendo, incluso tuvo su primera novia; de esas novias con las que la pena invade el pequeño cuerpo de un niño de diez años al querer hablarle. Siempre pareció un chiquillo, un chiquillo cualquiera. Incluso cuando cumplió los doce, seguía divirtiéndose correteando un balón y jugando en la calle hasta altas horas de la noche. Pobre niño mimado, pobre, porque siempre vivió en un ambiente de confort, con la mejor familia, y un ambiente de pueblo (de esos donde todos son muy unidos e inocentes). Incluso jamás pudo mantener una relación por más de un mes: era un coqueto.
Un día se fue de ahí. Grandes edificios, gente triste y enojada, y muchos computadores. Pudo ser inocente, pero jamás fue tonto. Consiguió que le pagaran sus estudios en un gran colegio. Todos ahí eran diferentes, seis meses de soledad y aprisionamiento. La paranoia de sus padres por la violencia de la ciudad, y la pobreza que le apartaba de una clase social mermaron poco a poco su alegría.
Un día llegó a él el conocimiento, los libros lo atraparon, la filosofía lo cautivó. Ahora tenía amigos, amigos en forma hojas de papel.
Otro día descubrió el sexo: una señora que gritaba como si la estuvieran torturando, mientras un tipo embarnecido cumplía con su parte en el acto nupcial. Cayó rendido ante el extraño placer que la vista de chica y el hombre le generaban. Ahora disfrutaba de un placer que jamás había sentido. Descubrió más y más chicas que eran torturadas por tipo embarnecidos, no podía parar de ver mientras tocaba sus partes. Sus padres lo descubrieron varias veces, pero él ya no podía parar, buscaba una oportunidad en cada momento.
Otro día descubrió el odio: jugaba futbol, parecía que esto del balompié se le daba como a un pez se le da nadar; frustraba tanto a los demás con sus habilidades que comenzó a ser pateado, golpeado e injuriado. Un día, quién sabe de dónde, empujó a otro de los jugadores. Comenzó una pelea, terminó siendo golpeado por todos lados, y con enormes deseos de venganza. Semanas después, sus amigos lo acompañaron. Les dieron una paliza a los marrulleros. Cada golpe que daba, cada escupitajo e injuria eran un impulso salvaje de felicidad, disfrutaba de ver la sangre emanando de las narices de aquellos. No oía, no veía. De repente se vio en el suelo, sus amigos lo tiraron; un marrullero estaba inconsciente.
Otro día conoció el amor: hablaba con una jovencilla sobre trivialidades cuando de su estómago salieron una especie de cosquillas, unas cosquillas placenteras. Sus ojos recorrieron, de repente, cada mejilla, vieron esos ojos color arena, un café tan profundo en unos pequeños ojos. Recorrió con la vista esa piel blanca; veíase tan suave, que no pudo evitar tomar sus mejillas suavemente, ambos cerraron sus ojos; acercáronse sus rostros, tocáronse sus labios. Impulso de pasión, besáronse una y otra vez, sin dejar lugar a la respiración.
Llegó la hora de la despedida. Al día siguiente, la vio. Apresuró el paso hasta llegar a ella. “Lo lamento, solo fue un impulso. No puedo hablarte más” fue lo que salió de aquella boquita que hace unas horas había poseído. Ella se marchó.
¡Ay!, el amor; y vaya, qué salvajismo poseen los instintos violentos y sexuales del hombre. La ciudad lo cambió. Le enseñó el odio, el amor, y el sexo. Del antiguo chico del campo ya no quedaba nada. Tantas inocencias se rompen todos los días. Muchos ahora poseídos por el sexo, muchos enredados por los lazos de su amada que los abandona, muchos violentados ya, y otros adheridos a la razón que vacío te deja. Maldita ciudad.

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